Esta es la historia de un hombre que regularmente iba a la iglesia de su pequeña localidad.
Como de costumbre, se sentaba en una de las bancas y pedía a Dios por su familia, amigos y vecinos.
Algo que no podía evitar era ver la figura de Jesús en la cruz y lamentar su dolor, verlo ahí lo llenaba de dolor y deseaba poder hacer algo.
En una ocasión, decidió pedir a Dios sufrir su dolor, poder cambiar de lugar para poder así aliviar su sufrimiento.
Así pues, Jesús en la cruz abrió sus ojos y pronuncio estas palabras:
Accedo a tu deseo, pero con una condición.
¿Cuál, Señor? Pregunto el hombre. No importa cuán difícil sea, estoy dispuesto a lo que sea por ti, señor.
Lo que debes hacer es, sin importar que, veas lo que veas y pase lo que pase, permanecer en silencio.
Así será, señor.
De esta manera se efectuó el cambio.
Nadie de los que visitaba la iglesia notó la diferencia, el hombre ocupaba el lugar del señor en la cruz y cumplía firmemente el compromiso, no dijo nada a nadie, no pronuncio una sola palabra.
Un día, a aquella pequeña iglesia llego un hombre rico a rezar, accidentalmente su billetera calló de su bolsillo, el hombre rico no lo notó y se retiró de la iglesia sin ella, el hombre en la cruz permaneció en silencio, debía cumplir su promesa con Dios.
Más tarde, un hombre pobre entró a la iglesia, vio la billetera y luego de ver que su dueño no estaba en el lugar, se la llevó.
Finalmente, un joven entró a la iglesia a pedir su bendición para un viaje que emprendería ese mismo dia, pero antes de que pudiera terminar, el hombre rico regresó por su billetera y al ver al joven en el lugar, pensó que este se la había apropiado, por lo que acusadoramente se dirigio al joven diciendo:
¡Dame mi billetera, me la has robado!
¡Yo no tengo su billetera, señor! ¡No he robado nada! Dijo el joven asustado.
¡Claro que la tienes! ¿Quién más podría haberla tomado? ¡Devuélvemela de inmediato! Dijo el hombre rico.
Le repito que yo no he tomado nada señor. Dijo finalmente el joven.
Esto enfureció al hombre rico, quien se lanzó contra el muchacho. Pero antes de que pudiera hacerle algo, se escuchó una fuerte voz que decía:
¡Deténgase, ese joven no ha robado nada!
Ambos miraron hacia donde venía la voz, era el hombre en la cruz, que no había podido mantener la promesa de mantener silencio.
El hombre rico, impresionado, salió de la iglesia sin hacer daño al muchacho, mientras este salió rápidamente para emprender su viaje.
Cuando la iglesia se quedó sola, Cristo se dirigió al hombre y le dijo:
Baja de la cruz, no sirves para ocupar mi lugar, no has sabido guardar silencio.
¿Pero cómo podía permitir semejante injusticia? Dijo el hombre en la cruz.
Cristo le explicó al hombre:
Lo que no sabías es que aquel hombre rico llevaba en aquella billetera lo que pagaría la inocencia de una joven. Mientras que el hombre pobre con aquel dinero llevaría el pan a su familia. Por último, aquel joven sufriría heridas que no le permitirían viajar a su trágico final, pues el barco en el que iba se hundirá.
No tienes la culpa, no sabías todo eso, pero yo si, por eso callo.
Por eso debemos aprender a escuchar a Dios, en su silencio nos mira y nos guía por el camino del bien.
Muchas veces pensarás que Dios te ignora, esperas que él te responda con las palabras que esperas oír. Pero no será así, el señor obra de maneras distintas, él sabe que es lo mejor para ti y cuando deben suceder las cosas, pues el tiempo de Dios es perfecto. Recuerda, Dios está contigo.
Como de costumbre, se sentaba en una de las bancas y pedía a Dios por su familia, amigos y vecinos.
Algo que no podía evitar era ver la figura de Jesús en la cruz y lamentar su dolor, verlo ahí lo llenaba de dolor y deseaba poder hacer algo.
En una ocasión, decidió pedir a Dios sufrir su dolor, poder cambiar de lugar para poder así aliviar su sufrimiento.
Así pues, Jesús en la cruz abrió sus ojos y pronuncio estas palabras:
Accedo a tu deseo, pero con una condición.
¿Cuál, Señor? Pregunto el hombre. No importa cuán difícil sea, estoy dispuesto a lo que sea por ti, señor.
Lo que debes hacer es, sin importar que, veas lo que veas y pase lo que pase, permanecer en silencio.
Así será, señor.
De esta manera se efectuó el cambio.
Nadie de los que visitaba la iglesia notó la diferencia, el hombre ocupaba el lugar del señor en la cruz y cumplía firmemente el compromiso, no dijo nada a nadie, no pronuncio una sola palabra.
Un día, a aquella pequeña iglesia llego un hombre rico a rezar, accidentalmente su billetera calló de su bolsillo, el hombre rico no lo notó y se retiró de la iglesia sin ella, el hombre en la cruz permaneció en silencio, debía cumplir su promesa con Dios.
Más tarde, un hombre pobre entró a la iglesia, vio la billetera y luego de ver que su dueño no estaba en el lugar, se la llevó.
Finalmente, un joven entró a la iglesia a pedir su bendición para un viaje que emprendería ese mismo dia, pero antes de que pudiera terminar, el hombre rico regresó por su billetera y al ver al joven en el lugar, pensó que este se la había apropiado, por lo que acusadoramente se dirigio al joven diciendo:
¡Dame mi billetera, me la has robado!
¡Yo no tengo su billetera, señor! ¡No he robado nada! Dijo el joven asustado.
¡Claro que la tienes! ¿Quién más podría haberla tomado? ¡Devuélvemela de inmediato! Dijo el hombre rico.
Le repito que yo no he tomado nada señor. Dijo finalmente el joven.
Esto enfureció al hombre rico, quien se lanzó contra el muchacho. Pero antes de que pudiera hacerle algo, se escuchó una fuerte voz que decía:
¡Deténgase, ese joven no ha robado nada!
Ambos miraron hacia donde venía la voz, era el hombre en la cruz, que no había podido mantener la promesa de mantener silencio.
El hombre rico, impresionado, salió de la iglesia sin hacer daño al muchacho, mientras este salió rápidamente para emprender su viaje.
Cuando la iglesia se quedó sola, Cristo se dirigió al hombre y le dijo:
Baja de la cruz, no sirves para ocupar mi lugar, no has sabido guardar silencio.
¿Pero cómo podía permitir semejante injusticia? Dijo el hombre en la cruz.
Cristo le explicó al hombre:
Lo que no sabías es que aquel hombre rico llevaba en aquella billetera lo que pagaría la inocencia de una joven. Mientras que el hombre pobre con aquel dinero llevaría el pan a su familia. Por último, aquel joven sufriría heridas que no le permitirían viajar a su trágico final, pues el barco en el que iba se hundirá.
No tienes la culpa, no sabías todo eso, pero yo si, por eso callo.
Por eso debemos aprender a escuchar a Dios, en su silencio nos mira y nos guía por el camino del bien.
Muchas veces pensarás que Dios te ignora, esperas que él te responda con las palabras que esperas oír. Pero no será así, el señor obra de maneras distintas, él sabe que es lo mejor para ti y cuando deben suceder las cosas, pues el tiempo de Dios es perfecto. Recuerda, Dios está contigo.